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Letras en Liberación (Parte-1)


Día (…)

(…) Todo parecía indicar mientras arribaba la mañana que este iba ser un día medianamente tranquilo.
Entre las sabanas y los desvanecidos sueños que se disipaban tras sus explosivas proyecciones y a medio abrir de sus parpados, la calma parecía reinar a tan tempranas horas. Sus ojos se perdían en el infinito blanco de su techo.

Pasados los minutos algo parecía romper el silencio, a lo lejos avasallaba una voz que catapultando los minutos desprendía la calma. La misma voz repetitiva de ayer, de antes de ayer, de los días pasados arguyendo sobre sus disconformidades que se suscitaban en su entorno. Él, entonces dejó cubrir sus ojos con la frazada en un intento por no volver a escuchar lo mismo, en un intento por esconderse, por prolongar el silencio y el descanso, pues precisamente anoche se quedo escribiendo hasta muy tarde, rellenando una tras otra las carillas de su borrador.

Conforme pasaban los minutos la intensidad de la bulla proveniente de la cocina era ya casi galopante, irrumpía con fuerza y entre estos tormentosos minutos él deseaba largarse del lugar, como esto era ya casi de costumbre él pensaba que lo mejor era salir de casa. Días anteriores, semanas anteriores, meses anteriores él se dijo así mismo que quizás no siendo tan débil de carácter y poniendo de su parte las cosas podrían mejorar y quien sabe ser más llevaderas. Pero más allá de disconformidades e intolerancias que eran de cierta forma el fango de tales desventuras, el tiempo fue dando de a poco su fallo: No hay espacio suficiente para que vivan todos bajo el mismo techo. O por lo menos él.

Los pensamientos abundaban, estos rondaban la habitación y los conflictos internos que desencadenaban cierta auto-culpa se vestían nuevamente con la misma prenda y la misma apariencia con la que asolaban las noches cuando el silencio se apagaba en su garganta. Cada encuentro y desencuentro con sus sueños y lo que debía hacer con lo invertido tras cinco años de estudios en alguna aula universitaria parecía eternizarse, las fuerzas de alguna manera ya no eran las mismas de ayer. Él se repreguntaba cientos de miles de veces si lo que estaba haciendo y sintiendo era lo correcto. Pero como saber si se está pensando bien y se abrumaba continuamente.

Esta voz proveniente de la cocina, no era otra que la de Flor reclamando a todo mundo algo o quizás haciendo catarsis de lo que tanto la perturbaba, eso que su alma deseaba ver en cada miembro de su familia pero que por alguna extraña razón no era así. De alguna manera sucedió, en algún tiempo la institución que formó con la persona que vivía bajo el mismo techo no estaba dándose como ella esperaba y no sabia como. Pero tenia la inquietud dominante de poder lograr lo que ella sentía que podría hacerla feliz. Pero la felicidad que ella soñaba no era la de los demás, particularmente la de él.

Tras cientos de palabras que lanzo por los aires Flor, alguna de ellas causaron el efecto remolino, el de caer todos nuevamente en la misma corriente que los llevaba a tocar el fondo de sus alientos, el de mostrar cierta culpabilidad que los hacia compartir el dolor que ella sentía. Para que cuando atravesaran la misma puerta de todos los días se lleven en sus hombros la angustia compartida.

En ese devenir él no sabía a donde ir, ni que pensar, ni que actitud tomar. Opto sólo por vestirse y salir. Entonces sacó un jugo del refrigerador y se dispuso a fugar. Antes miró a través de la puerta a flor que continuaba en su mundo de reclamos. Y parado con la mirada fija bebió su jugo; en eso flor lo mira y le dice: seguro ya vas a salir otra vez, cada vez que hablo te mandas mudar. Y él salió sin decir más.
(…)

¿QUÉ NOS QUERRA DECIR BAYLY EN SU NOTA, EL ESCRITOR MEDIOCRE?

El escritor se ha resignado a salir en la televisión todas las noches porque sabe que carece de talento para ganar con sus libros el mismo dinero que gana en la televisión y porque sabe que carece de coraje para vivir pobremente, como viven o vivieron algunos escritores que admira.
La televisión es entonces una derrota moral para el escritor, el recuerdo permanente de su mediocridad. Lo que otros perciben como un éxito personal (lo que otros incluso le envidian) resulta para él un fracaso abrumador del que ya no tiene esperanzas de recuperarse, después de haber publicado diez novelas.
Si no ha podido ganarse la vida como escritor con diez novelas publicadas y traducidas a algunos idiomas, y si sus obligaciones económicas no tienden a disminuir sino a multiplicarse a medida que sus hijas crecen, parece altamente improbable (casi tan improbable como ganarse la lotería) que el escritor consiga emanciparse de las penosas servidumbres de la televisión (penosas al menos para él) y cumplir su sueño de retirarse a vivir del dinero que le procuren las ventas de sus libros.
Ya que está condenado a desempeñar ese oficio alimenticio (un oficio que, por cierto, podría ser mucho peor, porque después de todo le pagan por hablar, y por hablar sentado, y por hablar sentado cosas que a menudo no tienen el menor sentido, pero que son ocasionalmente divertidas), el escritor venga su probada mediocridad (una mediocridad que recuerda cada noche, mientras lo están maquillando) tratando de gozar, si cabe, de la hora o las horas en que alquila su rostro, sus palabras, sus sonrisas, su fatigada habilidad para seducir a los incautos y confundidos. Puesto que le parece inevitable prostituirse para que su familia y él vivan con una cierta comodidad, procura hallar placer en el meretricio intelectual o moral al que se ha abandonado. Dado que posa de bufón o francotirador (haciendo alarde de una inteligencia impostada o exagerada, simulando ser más inteligente de lo que él sabe que en verdad es, pues si de veras fuese inteligente se ganaría la vida como escritor y no como bufón), intenta que dicha postura histriónica no resulte del todo incómoda y, en lo posible, sea incluso placentera.
No por someterse al vértigo carnavalesco de la televisión todas las noches el escritor ha dejado de escribir. No por ganar más dinero del que nunca imaginó se ha sentido exonerado del deber o la urgencia de seguir escribiendo. Podría no escribir más: tendría en la televisión y sus lastres, yugos y humillaciones la coartada perfecta para dejar de escribir. Nada ni nadie lo obliga a seguir escribiendo. Ya no escribe novelas con la esperanza de que alguna de ellas se convierta en un éxito impensado de ventas y lo rescate de la cloaca o el prostíbulo que es para él la televisión. Sabe que es un escritor mediocre, sabe que sus libros nunca lo harán rico, sabe que no podrá vivir la utopía de renunciar a la televisión y retirarse discretamente a escribir, sabe que envejecerá impúdicamente en la televisión y algún día lo despedirán por viejo, calvo, aburrido y desdentado, y no por eso ha dejado de escribir todas las noches, al volver del programa (y a menudo para olvidar el programa).
Es decir que, siendo mediocre, sabiéndose mediocre, el escritor es sin duda alguna un escritor, o siente que está en su destino ser un escritor, o es al menos un escritor mediocre y obstinado, alguien que, a falta de verdadero talento, se refugia en el dudoso mérito de la terquedad.
Por alguna razón que le resultaría difícil de explicar, sabe con certeza que, si dejara de escribir y confinara su vida a la cárcel dorada de la televisión y sus fuegos fatuos, se despreciaría tanto que no encontraría razones para no matarse.
Se puede decir entonces que el escritor se aferra al hábito o al vicio de seguir escribiendo no por amor al arte ni porque albergue la ilusión de que sus libros sean algo parecido al arte, sino porque no quiere matarse, no todavía, quiere seguir estando vivo un tiempo más, entre otras razones para enterarse, si la fortuna le sonríe, de la muerte de ciertos escritores que se han tomado el trabajo de publicar críticas venenosas, una y otra vez, despreciando sus libros (los libros que, en el fondo, él también desprecia).
Parece claro, o al menos parece claro para él mismo, que el escritor no es ni será un artista, y que las razones o emociones turbulentas que lo precipitan a escribir son el instinto de supervivencia y la sed de venganza, de lo que podría concluirse (aunque esto es siempre debatible) que, además de ser un escritor mediocre, es una mala persona, alguien que se alegra cuando muere un escritor que se tomó el trabajo de publicar artículos mezquinos e insidiosos, menospreciando los libros que él publicó.
El escritor nunca ha contestado las críticas no por falta de valor sino porque a menudo coincide con ellas y porque le parece que la mejor manera de humillar a un enemigo es ignorarlo. No es tan tonto para creer que sus libros son obras de arte. Tampoco es tan autodestructivo para creer que podría haber escrito libros mejores. El genio literario no se halla escondido en sus genes (ni en los de sus críticos más sañudos), es tan simple como eso. Tal vez por eso mismo, cuando ha ocurrido el encuentro improbable entre el escritor y alguno de esos críticos que lo han atacado con virulencia, el escritor lo ha saludado con una sonrisa, le ha extendido la mano, ha fingido que no le guarda rencor y que tal vez es tan frívolo o despistado que no ha leído esas críticas venenosas contra sus libros. En esto, el escritor es también un mediocre, porque no consigue odiar a quienes lo odian o desprecian, solo espera pacientemente a que esas personas se mueran antes que él, con eso se conforma.
Debería el escritor ser valiente y abandonar su oficio exhibicionista y altamente rentable en la televisión y condenarse (y condenar de paso a sus hijas) a una vida austera, frugal, espartana, a una vida que ya no recuerda porque hace veinticinco años trabaja en la televisión con el éxito que no ha podido conseguir con sus libros? ¿Debería imponer con egoísmo su visión ermitaña de la felicidad, contrariando y decepcionando a las miles de personas que prefieren verlo en televisión que leer sus libros? ¿Debería educar a sus hijas en la convicción de que una persona solo debe trabajar en oficios de los que disfruta a plenitud, aun a expensas de ser pobre y someter a privaciones económicas a las personas a las que ama, o debería educarlas en la creencia de que una persona debe ser lo bastante mercantilista o mercenaria como para trabajar en unos oficios que, no siendo del todo placenteros, son sin embargo los que el mercado le recompensa con más generosidad? ¿Qué forma de felicidad es más perdurable, la de ver un libro publicado (que los críticos dirán que es un adefesio, un mamarracho) o la de ver cómo engorda su cuenta bancaria y cómo sus hijas pueden darse todos los lujos que él no pudo darse cuando era un adolescente que vivía escapando de sus padres? El escritor mediocre está satisfecho porque acaba de terminar una novela. Se ha divertido escribiéndola en las madrugadas insomnes.
Le ha salido una novela sórdida, insolente, salpicada de procacidades, rencorosa, vengativa. Le ha salido una novela triste de los cojones. Sabe que no es una obra de arte. Sabe que es apenas una suma de palabras brutales que estaba condenado a escribir, escupiéndolas o vomitándolas para no terminar pegándose un tiro con el arma de fuego que ha comprado en una tienda, tras esperar los cinco días en los que la policía local verificó que no se trataba de un delincuente.
Ahora el escritor espera un avión que lo llevará a Barcelona, donde espera reunirse con su agente literaria y entregarle el manuscrito de la novela. No le interesa el dinero, ya tiene bastante con lo que ha ganado en la televisión. No le interesa ganar ningún premio más, cree que los premios son un fraude, un embuste, y que a estas alturas un premio dañaría todavía más su ya estragada reputación. Por eso le ha dicho a su agente literaria que no le interesa postularse a ningún premio de ninguna índole y que si alguien insistiera en dárselo sin haberse postulado, deberá devolvérselo. Solo le obsesiona que esa novela triste de los cojones sea publicada antes de que él muera. Está enfermo y sabe que no le queda mucha vida.
No cree en los médicos y no quiere someterse a las humillaciones que ellos le impondrían si intentara curarse o prolongar su vida. El escritor mediocre sabe que su vida ha sido mediocre, que la obra que deja es mediocre, que su última novela no escapa de esa previsible mediocridad, pero sabe también (o se aferra a esa superstición) que si continúa escribiendo como un demente, como un poseso, como un sujeto desalmado y vengativo, no morirá todavía y la enfermedad de ser un escritor derrotará a esa otra enfermedad, aquella que se aloja en su hígado y se extiende lenta e inexorablemente, corrompiendo sus entrañas.

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