Una fábula de nuestro tiempo: Avatar, de James Cameron

¿Ya vieron AVATAR? Según la crítica mundial una de las mejores películas estrenadas en el 2009 y para muchos la nueva star wars de nuestros tiempos, de las nuevas generaciones, lo cierto es que este film ha causado mucho furor a nivel mundial, no solo por sus efectos sino también por su elaborada y sofisticada historia.

Pues bien a eso iba a la historia, los dejo con esta reseña que en mi caso es a modo de crítica y análisis sobre AVATAR, un texto muy interesante que nos lleva por comparaciones y destapes de grueso calibre, haciéndonos ver este film de una manera distinta, bueno en mi caso lo fue, este párrafo nos dice mucho, porque como sabemos Hollywood no es meramente Hollywood y ya: “Avatar es, también, un film político, incluso abiertamente panfletario en una época como la nuestra, que en general abomina entrar en el terreno resbaladizo de la crítica antimperialista (no deja de ser sorprendente que Avatar proceda de Hollywood, cuyo objetivo casi siempre ha consistido en “borrar” lo político o convertirlo en pura propaganda)”.
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Dos maneras de enfrentarse a Avatar
Una de las muchas virtudes del film de Cameron es la de haber suscitado, cuanto menos, dos posturas críticas frente al mismo, ambas paradigmáticas de dos maneras de ver y entender el cine en el comienzo de la segunda década del siglo XXI. La primera, a la que podríamos definir como cinéfilo-fascinada, no hace sino quedarse estupefacta ante el despliegue tecnológico del largometraje como un fin en sí mismo. Algunos cronistas de la película creen encontrarse ante un hito histórico, similar a la irrupción del sonoro, que va a cambiar nuestra manera de percibir las imágenes en movimiento. En un reciente artículo publicado en El País (24 de enero de 2010), Toni García se hacía eco de esas impresiones al citar la reflexión de un espectador apasionado: “Avatar es la primera película del resto de tu vida”.

Frente a esta alienación de una mirada que debería ser crítica y peca de un exceso de proximidad se erige otra que, poniendo por delante un supuesto rigor analítico y cultural, no ha hecho sino ningunear la obra de Cameron por el irritante procedimiento de mirarla por encima del hombro desde una no-del-todo-confesada superioridad intelectual. Así, Román Gubern considera que nos hallamos ante “una falsa novedad tecnoestética” (Cahiers du Cinéma España, N.º 30, p.67. Madrid, enero de 2010) que “no nos hace olvidar los trucos predigitales del viejo y entrañable King Kong (1933) en blanco y negro con maquetas y transparencias”.

No insistiremos en el matiz equívocamente nostálgico de una manifestación como ésta, contradictorio lapsus de un historiador y teórico que siempre ha estado en la vanguardia del pensamiento crítico sobre la cultura de masas, pero en contrapartida sí es de recibo que citemos, aunque sólo sea de pasada, la brillante intuición de Vicente Vergara en la valenciana Cartelera Turia, cuando titula su reseña “Little Big Horn” y pone en paralelo la resistencia armada del pueblo Na’vi ante el invasor terrícola con la de las tribus sioux y cheyenes frente al general Custer. Y es que, más allá de someras descalificaciones (“ingenuidad”, “simpleza”, “infantilismo”), nadie ha subrayado lo suficiente que, en sustancia, el film de James Cameron es una rotunda fábula antimperialista que llega muy bien al público gracias precisamente a los acreditados y eficaces mecanismos del cine de género.

Un film de género en estado puro
Cualquier film de género que se precie utiliza protocolos narrativos siempre idénticos para transmitir información al espectador, en todo similares a los de los cuentos infantiles que nuestros padres nos leían antes de dormir. Entonces y ahora, los niños quieren escuchar, con las mismas palabras y en el mismo orden, las vicisitudes de la trama argumental. La repetición está en la base del goce (y del saber) de quien lo escucha. Con su carácter enciclopédico, la película de Cameron diseña unas estrategias narrativas en las que el cine de género es intertexto obligado: películas de aventuras en la selva (King Solomon Mines, Compton Bennet y Andrew Marton 1950) con elementos extraídos de Jurassic Park (Steven Spielberg 1993); dragones voladores como en The Lord of the Rings (Peter Jackson 2001); torneos medievales (Knights of the Round Table, Richard Thorpe 1953)... El ayer y hoy de los géneros y sus continuas reformulaciones en el cine de Hollywood adquieren aquí protagonismo estelar. Puede que los detractores de Avatar tengan razón cuando le recriminan su previsibilidad, pero no la tienen en su valoración negativa de la misma: el largo duelo final entre el villano coronel Quaritch (Stephen Lang) y Jake Sully (Sam Worthington) es algo fervientemente deseado por el espectador y forma parte de las estructuras predictivas de la narración. Igualmente, en el clásico western de Robert Aldrich The Last Sunset (1961) toda la progresión dramática de la historia estaba abocada al enfrentamiento entre O’Malley (Kirk Douglas) y el sheriff Stribling (Rock Hudson); la inteligencia del guionista (Dalton Trumbo) introdujo, además, una vuelta de tuerca adicional a la emoción de aquel instante, directamente heredada de la tragedia griega.

En Avatar, el sujeto de la enunciación está atrapado como protagonista de su enunciado y es mediante un soberano acto de poder del meganarrador –el demiurgo creador de la historia– como asistimos a la ceremonia de su cambio de identidad: de humano, Jake pasa a ser un Na’vi y su primera frase en dicho proceso de transmutación –“I see you”– tiene algo de ese “aprender a ver en lugar de mirar” con el que Bertold Brecht cerraba La resistible ascensión de Arturo Ui. Decía Borges que el amor nos hace ver al otro como lo ve la divinidad. En su renuncia al avatar humano, Jake, además de “quedarse con la chica”, alcanza esa dimensión profunda de la mirada que sus depredadores prójimos de la Tierra han perdido.

El film de Cameron construye una cosmogonía coherente que, por el hecho mismo de serlo, hace resonar el mito en las intemperancias de la historia. La destrucción del Árbol del Hogar (Home Tree) –que el doblaje castellano maltraduce y desvirtúa, litúrgicamente, como Árbol de las Almas– con la que los invasores humanos pretenden acceder al yacimiento del preciado mineral unobtanio (el auténtico motivo de la invasión del planeta Pandora) es la principal metáfora del film. El budismo zen posee un concepto idéntico del Árbol, memoria ancestral y colectiva de la tribu y, como dice Jordi Costa en el ya citado número de Cahiers du Cinéma España (p.31), es ni más ni menos que “... la justificación científica de la conexión espiritual entre los Na’vi”. Al respecto, resulta significativo que el modelo de mujer científica propuesto (la doctora Grace Augustine, magistralmente interpretada por Sigourney Weaver) tenga, por el mero hecho de ser bióloga, un carácter eminentemente social, cercano al espectador, puesto que nada de los seres vivos le resulta ajeno…." (continua leyéndolo de la fuente)

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