por: Rocío Silva Santisteban. Uno de los principios de los estudios poscoloniales se sostiene sobre la idea de que en las tradicionales democracias tercermundistas el subalterno “no puede hablar”. No se trata, por supuesto, de que no hable literalmente, sino que, dentro del sistema simbólico moderno, nadie lo escucha. Su voz es inaudible. No tiene una representación “auténtica” ni efectiva. Hasta que se convierte en tragedia. Entonces es un escándalo y se sitúa en el espacio más cómodo para los otros “ciudadanos”: en el espacio de la abyección, de lo degradado. Y es clasificado por todos los que se autodenominan sus representantes como alguien “indefenso”, ergo, manipulable. O simplemente como un salvaje.
Es lamentable tener que comprobar en nuestra propia vida política que la interpretación poscolonial de nuestras sociedades sigue estando vigente y además aderezada por los males endémicos del Perú: la mentira zafia, las mecidas tradicionales, la desinformación como estrategia de contención, la total crisis de los partidos políticos, la imposibilidad de una brecha de diálogo, el rencor ante la soberbia de Lima, la violencia sobre el cuerpo. Y la muerte: una vez más la muerte que se estrella contra toda posibilidad de pensar la nación.
Mucho se ha escrito ya sobre Bagua y los sucesos del 5 de junio y a mí, personalmente, me da vergüenza añadir algo. ¿Qué decir desde mi cómoda butaca de ciudadana y letrada lejos de los cadáveres de nativos y policías? Hoy opto por escuchar, por ejemplo, a los jóvenes universitarios awajún Etsa Tsajaput y Shuar Velásquez, quienes hablan directamente sin intermediación de representante alguno. Ellos han dejado su posición de subalternidad porque, educados y anclados en la modernidad de una sociedad contradictoria, saben perfectamente qué es lo que desean para sus pueblos, para sus vidas, para sus necesidades.
Lo que ellos sostienen, una y otra vez, es que no están ajenos a la modernidad: ellos también optan por cambiar sus propias sociedades, para hacerlas más justas y más equitativas, pero no en las coordenadas de un desarrollo entendido como “un progreso de los pueblos hacia la civilización”, sino como un equilibrio con su propio entorno, que implica por supuesto el respeto a la tierra, no a la propiedad ni a la idea de pertenencia de la tierra a los hombres sino de los hombres a la naturaleza.
Me avergüenza, como peruana, la increíble incapacidad del sistema político para atender ya no solo las demandas, sino incluso la presencia de los nativos de la amazonía. Su sola existencia es un desafío. Su sola palabra es perturbadora. Su accionar es siempre insubordinable e imposible de predecir en los términos pueriles en que la clase política supone. ¿Quién adelantó que ellos serían capaces de dejarse mecer?, ¿quién se arroga el derecho de saber lo que piensan y lo que sienten?, ¿por qué los diagnósticos políticos sobre Bagua, Yurimaguas, etc. son tan desesperantemente errados? No, los nacionalistas no los han manipulado; más bien, se han sumado a una movilización que ningún nacionalista hubiera podido llevar a cabo. Son una nación en pie de guerra dentro de una nación a punto del traspié.
Quienes los señalan como manipulables, indefensos, tutelables y además soberbios, caen por un lapsus discursivo, en su propia trampa: les niegan una ciudadanía de primera clase, precisamente, esa a la que nunca pudieron acceder sino recién ahora, visibilizándose a partir de la violencia. Somos una sociedad tan compleja que la violencia, una vez más, empodera al subalterno. Pero nuestra tarea es no dejar que la sangre se convierta en voz.
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